Deportes

¿EN DÓNDE ESTÁ PAPÁ? – ÉL ESTARÁ EN LA META, ESPERÁNDOTE…

Él tenía 29 años cuando yo nací, muy tarde me daría cuenta que debido a ese acontecimiento siempre se vio en la necesidad de correr con poco o casi nada de dinero en sus bolsillos; la angustia siempre lo persiguió.

Su carrera la comenzó perdiendo al haber llegado tarde y triste a la sala de maternidad, pues aquella noche él se convirtió al mismo tiempo en empleado y padre. A pesar de eso, fue un instante mágico para los dos: tenía escasos diez minutos de haber nacido cuando nos conocimos, me aferré con todas las fuerzas de mi mano a su dedo y fue en ese momento que descubrí la fuerza y el amor de mi padre.

Día tras día, semana tras semana, siempre lo recuerdo corriendo para llegar a la meta de su carrera, que era su hogar, tan sólo para jugar los últimos momentos del día conmigo; aveces ganaba, aveces perdía, pues en muchas ocaciones me quedé dormido esperándolo.

Las semanas se convirtieron en meses y estos en años, cuando después de siete utilicé mi primer par de tenis para imitar a papá; tenía sólo mis piernas y mi corazón, pero no necesitaba nada más.

Corría, corría, corría; lo hacía para ir a la escuela, para jugar con mi amigos, para ir por las tortillas. Corría bajo el sol, la lluvia, la luz y la oscuridad. Lo hacía porque era lo único que me hacía sentir cerca de mi padre, porque creía que a él le gustaba y porque quería ser igual a él. Después de un tiempo era el motivo para darle alegría y orgullo a mis padres, pues aunque él seguía llegando tarde y ya no podía jugar conmigo, veía mis medallas descansando en su cama. 

Así fue la vida en esos tiempos: él corría para que sobreviviremos y yo corría para que ganáramos. Poco a poco fui logrando que mi velocidad saciara sus preocupaciones e incrementaran los beneficios para mí. Aun así, a una edad demasiado temprana, la salud de mi padre se deterioró gracias a la angustia, la adversidad y la carrera contra el fin de mes perjudicaron su corazón.

Faltaba muy poco para los Juegos Olímpicos, un sueño que mi padre sólo se limitó a ver en televisión. Tenía que ser un poco más veloz, alargar mi zancada, controlar mi respiración, esperar un buen clima y pensar que papá estaría bien saliendo del quirófano y estaría esperándome en la meta para ganar un boleto a sus sueños. Nunca había tenido tan grande motivación para correr 42 mil 195 metros, la distancia que mató a Filípides hace cientos de años, en aquella batalla en Grecia; a él lo esperaba la gloria y la muerte y a mí mi país y mi padre.

Corrí como lo hice la primera vez con mis primeros tenis. Corrí como lo hacía de niño cuando me dirigía hasta esas montañas que hay en mi pueblo natal, aquellas que representaban el inicio y el fin del mundo. Lo hice contra el tiempo, contra el viento y contra mí mismo. Me dirigía desesperadamente a la meta para ver a mi padre, tan sólo 2 kilómetros me separaban de él y de los Olímpicos, así que aceleré, pues entre más rápido, más claro lo veía.

Me consagré como un atleta olímpico al cruzar la meta después de 2 horas y menos de 10 minutos. Entre felicitaciones, fotógrafos y reporteros busqué a papá, tristemente descubrí que ahora era yo el que había llegado tarde.

Un mes después, antes de iniciar el maratón olímpico, mi madre me susurró al oído mientras me abrazaba cariñosamente: «Hijo mío, él siempre estará en la meta, esperándote».

1 respuesta »

Deja un comentario